jueves, 18 de octubre de 2007

Lectura: educación y democracia

Lectura: educación y democracia


Silvia Castrillón

Desde un punto de vista crítico, es tan imposible negar la naturaleza política del proceso educativo como negar el carácter educativo del acto político.
Paulo Freire.

Pensar en los nuevos espacios para la lectura en el siglo XXI desde los países latinoamericanos, y específicamente desde Colombia, nos remite a una reflexión que necesariamente tiene que pasar por una rápida mirada a lo que ha ocurrido recientemente en nuestra región en materia de lectura. Una sociología y una historia de la lectura en América Latina son empresas que, como bien dice García Canclini, algún día deberán hacerse y que podrían ser de mucha utilidad si no queremos repetir errores del pasado.
Pero mientras alguno o algunos se interesen por emprender esta tarea, podemos aventurarnos con ciertos supuestos acudiendo a la ayuda de quienes con sus reflexiones han iniciado el debate sobre el estado de la lectura entre nosotros y sobre las mejores formas para contribuir a que grandes sectores de la población no se vean privados de esta necesaria herramienta del pensamiento.
Es innegable que en las últimas décadas se han realizado esfuerzos sobresalientes tendientes a mejorar la formación de lectores y a ampliar las posibilidades de acceso a la cultura escrita en buena parte de los países de la región. Esfuerzos, que con diversos intereses, provienen tanto del sector público como del privado. Pero también es innegable que, tanto en medios académicos como en los sectores que se ocupan de la producción y circulación del libro, se tiene la desazonadora percepción de que los avances han sido pocos o que por lo menos no corresponden a los esfuerzos invertidos.
Sin entrar en consideraciones acerca de la bondad y pertinencia de estos proyectos y sin pretender evaluarlos ni, mucho menos, descalificarlos, me permito plantear algunas hipótesis, que sólo intentan poner sobre la mesa puntos para el debate y que no se presentan de manera concluyente.
Tengo la sensación de que uno de los problemas fundamentales radica en que la lectura se ha venido promoviendo como algo de lo que fácilmente puede prescindirse, como un lujo de élites que se quiere expandir, como lectura «recreativa», y, por lo tanto, superflua. Esto, en una sociedad en la que el 60% de la población se encuentra por debajo de los niveles de pobreza y más del 30 de los de pobreza absoluta, población a la que para recrearse le basta y le sobra con la televisión, que no exige ningún esfuerzo para quien ya ha hecho demasiados en lograr su supervivencia.
Dentro de este contexto, la moda de campañas y programas de lectura basadas en lo lúdico, en el placer, en la recreación, en la diversión, con la consigna de que leer es fácil y con lemas del estilo es «rico leer», que se instaló por oposición al deber, al esfuerzo, a la dificultad y a la obligación asociados a la escuela, tuvo intenciones positivas, pero ingenuas, pues creó, por una parte, falsas expectativas y, por otra, asoció la lectura a algo inútil y prescindible.
El carácter asistencialista de estas campañas refuerza esa sensación, pues algo sospechoso debe ocultarse detrás de un bien que se otorga de manera tan gratuita y como un favor, especialmente cuando hay tanto interés por parte de quienes nunca han manifestado ninguna preocupación por el bienestar de los más pobres1. Las oligarquías colombianas nunca permitieron que los beneficios de la modernización alcanzaran a las grandes mayorías. No hay que buscar en otra parte el origen de nuestros grandes conflictos.
La contradicción en los programas de fomento de la lectura empieza a presentarse cuando éstos surgen de la necesidad que tienen los sectores asociados a la producción del libro de ampliar el mercado en beneficio exclusivo de sus propios intereses, lo que conduce a la de formar un público de consumidores de un bien cultural que en sí mismo constituye una herramienta de reflexión y por lo tanto de cambio. De ahí que sea preciso, entonces, impulsar campañas que presenten al libro despojado de todo poder de pensamiento y por ende de transformación social2.
Es absolutamente contradictorio que la promoción de instrumentos para la reflexión y el pensamiento, como lo son el libro y la lectura, se realice mediante campañas y programas antidemocráticos, paternalistas y, en suma, sectarios que sólo invitan al consumo acrítico y que no conducen —como dice Jesús Martín Barbero— «a despertar lo que hay de ciudadano en el consumidor», que no dan la opción de elegir y que no permiten la autonomía3.
En el intento de resolver esta contradicción, es decir, en el momento en que se pretende fomentar la lectura sin intenciones de crear verdaderos lectores críticos y autónomos, promoviendo el libro como un bien de fácil consumo, se lo pone a competir en desventaja con otros medios a los que es difícil discutirles el monopolio de la recreación fácil e intrascendente. Con lo cual el libro pierde su verdadero valor.
El segundo problema radica, en mi opinión, en haberle dado la espalda a la escuela y a la educación. En el discurso de planificadores técnicos y políticos, y en general de la opinión pública, se plantea como prioridad impostergable para nuestros países la necesidad de mejorar la calidad de la educación, deteriorada por los planes de expansión y de universalización —que a pesar de todo no se ha cumplido—, como único medio para lograr la modernización. Sin embargo, no se toman medidas acordes con este clamor.
Independientemente de que la modernización —por lo menos de la manera como es entendida por las políticas neoliberales— sea o no una prioridad, la calidad de la educación sí lo es. Un ejemplo dramático de que la educación y la lectura no constituyen juegos de niños, pero sí prioridades impostergables, puede darse con los siguientes datos: en Colombia la tasa de mortalidad en niños menores de cinco años es de 336,8 por 100.000, de la cual 61,7% corresponde a enfermedades diarreicas y respiratorias. Sin embargo, Colombia tiene un sistema de salud que, teóricamente, cubre a todos los colombianos y tiene también tradición de desarrollo de estrategias de selección y producción de medicamentos esenciales genéricos; estrategias que, en teoría, deberían contribuir a mejorar el acceso. Sin embargo, cada año mueren 87.278 niños por enfermedades cuyo tratamiento habría requerido medicamentos existentes en el mercado a bajo costo (para ambas el costo no supera un dólar). Es decir, mueren 87.278 niños por la ignorancia de sus padres (Latorre, 2001).
Sin embargo, la respuesta a la necesidad de mejorar la educación pretende darse mediante el salto hacia la tecnología pasando por alto la importancia de la lectura y de la escritura, que, según algunos, seguramente serán superadas por la tecnología. Se pretende resolver un problema de fondo, de carácter conceptual, con soluciones técnicas. No es mi intención entrar en este momento en el debate que enfrenta libro y nuevas tecnologías. Lo único que desearía plantear es la urgencia de que los gobiernos de nuestros países tomen la decisión de invertir sus más importantes esfuerzos en mejorar la calidad de la educación ofreciendo soluciones de fondo y de que inscribamos nuestros proyectos de lectura en este objetivo.
De todas maneras no está por demás aclarar que plantear que la tecnología no resuelve los principales problemas que aquejan a la educación no es una posición en contra de ellas. Estoy de acuerdo con Emilia Ferreiro cuando planteaba durante el pasado Congreso Mundial de Editores realizado en Buenos Aires que las «tecnologías ayudarán a la educación en su conjunto si contribuyen a enterrar debates interminables, [...] [y que sea] bienvenida la tecnología que elimina diestros y zurdos: ahora hay que escribir con las dos manos sobre un teclado; bienvenida la tecnología que permite separar o juntar los caracteres, a decisión del productor, y bienvenida la tecnología que enfrenta al aprendiz con textos completos desde el inicio». «Pero —afirma más adelante— la tecnología, de por sí, no va a simplificar las dificultades cognitivas del proceso de alfabetización [...] ni es la oposición “método vs. tecnología” la que nos permitirá superar las desventuras del analfabetismo» (Ferreiro, 2000).
Antes que nada, la educación debe permitir la reflexión, el autoconocimiento y el conocimiento y la aceptación del otro. Debe ser una educación para el diálogo y la comunicación. Una educación para el descubrimiento de las potencialidades de cada individuo, y que desarrolle estas potencialidades. Una educación que forme y respete la autonomía. Que permita descubrirnos como ciudadanos de un país sin renunciar a ser ciudadanos del mundo. Una educación apasionada por la ciencia y no por eso menos alegre. Una educación que retome sus principios humanísticos. Que coloque al ser humano en el centro de las preocupaciones y que lo trate como sujeto. Y en todo esto la lectura y la escritura tendrán que ser protagonistas.
En definitiva pienso que se ha negado el carácter político que deben tener la educación y cualquier intento de promover la lectura, por lo menos en sociedades que, como la colombiana, requieren urgentes cambios para los cuales la lectura es un instrumento necesario. Negar este carácter político impide darle a la promoción de la lectura la dimensión que le permitiría la aceptación de las mayorías como un instrumento necesario que les permite mejorar sus condiciones de vida. Es también negar lo que de político hay en lo supuestamente apolítico.
La brasileña Regina Zilbermann afirma que es la política la que vuelve vigente a la lectura:

La política pedagógica se confunde con una pedagogía política, y ésta comienza y termina con el tipo de relación que establece con el libro. Erigido éste en la posición de receptáculo por excelencia de la cultura en el desarrollo de la civilización contemporánea, se vuelve accesible a todos y es el punto de partida de una acción cultural renovadora. En cuanto al punto de llegada, éste parte de su empeño en el sentido de discusión y de crítica del libro y con el libro. Es lo que conduce a una comprensión más amplia y segura del ambiente circundante, liberándose el lector del automatismo al que puede obligarlo el consumo mecánico de textos escritos. En consecuencia, tratándose de una vocación democrática, en la medida en que esta afirmación traduce tanto una ampliación de la oferta de bienes culturales como una apertura de horizontes, la lectura —y el libro que le sirve de soporte y motivación— será efectivamente propulsora de un cambio en la sociedad, si fuera extraída de ella la inclinación política que la vuelve vigente (Zilbermann, 1999, p. 44).

Sin embargo, no sería consecuente -ni tampoco ayuda mucho- atribuir a la lectura un poder absoluto, lo cual nos llevaría nuevamente a posiciones sectarias y fundamentalistas. La lectura no es buena ni mala en sí misma. Tener acceso a la lectura no garantiza de manera absoluta la democracia, pero no tenerlo definitivamente sí la impide o por lo menos la retarda.
Considero que tengo razones para creer que ganaríamos mucho si inscribiéramos los programas de fomento de la lectura y la escritura en proyectos políticos de cambio social, de participación, de democratización, para los cuales el mejoramiento de la educación es una condición básica. El enorme deseo de las clases populares de nuestros países de superar su situación, de mejorar sus condiciones de vida, sus ganas de aprender y de saber; la manera como estas clases se organizan para resolver sus problemas más inmediatos; los lazos de solidaridad que se establecen para, por ejemplo, organizar bibliotecas populares, pues tienen la intuición de que en estas bibliotecas puede encontrarse un instrumento que les permite mejorar, al menos, la vida de sus hijos —«salir adelante», según expresión corriente entre los sectores populares—, son algunas de estas razones.
También constituye razón de optimismo el que seamos un continente, con enormes contradicciones, es cierto, pero cuya vitalidad se expresa de mil maneras. Un continente con más de quinientos años de encuentros, de síntesis, de sincretismos, de mestizajes, de hibridaciones que, a juicio de algunos, constituyen uno de los mejores patrimonios para asumir el futuro. También, el que seamos 19 países geográficamente unidos que hablemos la misma lengua, así sea la lengua de los pobres. «El peor enemigo del castellano es la pobreza», se dijo en el Segundo Simposio sobre la lengua realizado recientemente aquí en España. Y una razón más de optimismo es el que tengamos como vecinos a otro país, Brasil, que por sí solo es un continente y en donde la reflexión sobre la lectura y su relación con la política se ha dado desde hace varias décadas; un país con el que empezamos, hace poco, un mutuo descubrimiento.
Los nuevos espacios para la lectura, en países con tantas deudas y tantas transformaciones pendientes, deben ser los espacios en donde la sociedad civil se organiza. Los proyectos de lectura deben tomar de la mano estos procesos de organización, acompañarlos, demostrar que la lectura no es un adorno ni un pasatiempo y que su valor no radica en ofrecer algunos momentos placenteros pero intrascendentes, que la lectura es un instrumento extremadamente útil a su organización y a sus vidas.
Pero lo anterior implica serios cambios en nuestras concepciones sobre la educación, y sobre la lectura, e implica, además, que reconozcamos el papel político que siempre han tenido a favor de unos pocos. Implica reconocer que, en algún momento, tanto escuela como lectura deben tomar partido por una transformación social que acabe con desequilibrios e inequidades. Implica también aceptar que la lectura, y, en especial, la lectura de la literatura, no son un medio de recreación pasiva sino que tienen un profundo sentido y valor. Que la literatura es «un lujo de primera necesidad», según palabras de Antonio Muñoz Molina (Muñoz, 1993).
Pero ante todo implica, a mi modo de ver, dos cosas: una, regresar a la escuela, recuperar el tiempo perdido en intentos erráticos, en modas importadas, en tecnología educativa, en acuerdos con Microsoft4, en fórmulas impuestas por el Banco Mundial, en compras masivas e indiscriminadas de textos que no responden a las verdaderas necesidades de la formación de lectores y que de paso comprometen, a largo plazos y con altos intereses, los escasos recursos. Es preciso apostarle a la formación de los docentes, abandonada ahora al tallerismo y a la educación no formal con la que se pretende llenar los vacíos que deja su formación básica, y que dotan al docente con técnicas de carácter instrumental que ofrecen la vana ilusión de que puede enseñar a leer sin ser lector.
Implica también apostarle a una verdadera biblioteca pública, comprometida con la comunidad, que se constituya en espacio para el encuentro real y significativo con la lectura, y no en un lugar para hacer tareas y supuestas «investigaciones» escolares. Una biblioteca real que no sea suplantada por la moda de las virtuales, en donde sean posibles la participación, la negociación, el diálogo, el debate y la reflexión a partir de la lectura de textos. En donde los ciudadanos puedan informarse bien. Una biblioteca con bibliotecarios conscientes de su papel ético y político.
Una biblioteca y una escuela que nos puedan ayudar a conseguir el país que desea William Ospina, cuando dice:

Yo sueño un país que esté unido física y espiritualmente con los demás países de la América del Sur. Que un grupo de jóvenes venezolanos o colombianos pueda tomar el tren en Caracas o en Bogotá y viajar, si así lo quiere, hasta los confines de Buenos Aires. [...] Yo sueño un país que hable de desarrollo para todos, y no a expensas del planeta sino pensando también en el mundo que habitarán generaciones futuras; que cuando hable de industria nacional sepa recordar [...] que industria son por igual los empresarios, los trabajadores y los consumidores. [...] Un país en donde sea imposible que haya gentes durmiendo bajo los puentes o comiendo basuras en las calles. [...] un país en donde los que tengan más sientan el orgullo y la tranquilidad de saber que los otros viven dignamente. Yo sueño un país inteligente, es decir, un país en donde cada quien sepa que todos necesitamos de todos, que la noche nos puede sorprender en cualquier parte y que por ello es bueno que nos esforcemos en sembrar amistad y no resentimiento. Yo sueño un país donde un indio pueda no sólo ser indio con orgullo, sino que superando esta época en que se lo quiere educar en los errores de la civilización europea aprendamos con respeto su saber profundo de armonía con el cosmos y de conservación de la naturaleza...


Notas

1 Al respecto Freire dice que «La alfabetización aparece [...] no como un derecho (un fundamental derecho), el de decir la palabra, sino como un regalo que los que “saben” hacen a quienes “nada saben”. Empezando, de esta forma, por negar al pueblo el derecho a decir su palabra, una vez que la regala o la prescribe alienadamente, no puede constituirse en un instrumento de cambio de la realidad...» (P. Freire, «La alfabetización de adultos. Crítica de su visión ingenua, comprensión de su visión crítica», en Cristianismo y sociedad. Montevideo).
Y sobre el favor como una de las formas más corrientes de la práctica política de los países de América Latina, García Canclini expresa: «El favor es tan antimoderno como la esclavitud, pero “más simpático” y susceptible de unirse al liberalismo por su ingrediente de arbitrio, por el juego fluido de estima y autoestima al que somete el interés material. Es verdad que mientras la modernización europea se basa en la autonomía de la persona, la universalidad de la ley, la cultura desinteresada, la remuneración objetiva y su ética del trabajo, el favor practica la dependencia de la persona, la excepción a la regla, la cultura interesada y la remuneración a servicios personales» (García Canclini, 1989, p. 74).
2 «Modernización con expansión restringida del mercado, democratización para minorías, renovación de las ideas pero con baja eficacia en los procesos sociales. Los desajustes entre modernismo y modernización son útiles a las clases dominantes para preservar su hegemonía, y a veces no tener que preocuparse por justificarla, para ser simplemente clases dominantes» (García Canclini, 1989, p. 67).
3 Es posible que a muchas de las acciones en el campo de la lectura se les puedan aplicar las palabras de P. Freire: «El sectarismo nada crea porque no ama. No respeta la opción de los otros. Pretende imponer la suya —que no es opción sino fanatismo— a todos. De ahí la inclinación del sectario al activismo, que es la acción sin control de la reflexión. De ahí su gusto por eslóganes que difícilmente sobrepasan la esfera de los mitos y, por eso mismo, mueren en sus mismas verdades, se nutren de lo puramente “relativo a lo que atribuyen valores absolutos”» (Freire, 1969, p. 42).
4 Acuerdos que pretenden dotar a todas las escuelas del país con computadores sin tomar en cuenta que muchas carecen de las condiciones mínimas no sólo para tener computadoras, sino para ser consideradas escuelas.


Referencias bibliográficas

Emilia Ferreiro: Leer y escribir en un mundo cambiante. Conferencia presentada por Emilia Ferreiro en el Congreso de la Unión Internacional de Editores, Buenos Aires, 1 al 3 de mayo de 2000.
Paulo Freire (1969): La educación como práctica de libertad. México: Siglo XXI.
Paulo Freire (1982): A importância do ato de ler: em três artigos que se completam. Sao Paulo: Autores Asociados/Cortez.
Néstor García Canclini (1989): Culturas híbridas. México: Grijalbo.
María Cristina Latorre (2001): Política nacional de medicamentos. Bogotá: OPS/Ministerio de Salud.
Antonio Muñoz Molina (1993): ¿Por qué no es útil la literatura? Madrid: Hiperión.
William Ospina (1999): ¿Dónde está la franja amarilla? Bogotá: Norma.
Regina Zilbermann (1999): «Sociedade e democratização da leitura», en Valdir Heitor Barzotto (dir.), Estado de leitura. Campinas: Mercado de Letras/Associação de Leitura do Brasil.